—Leer a partir del 2017—
Érase
una vez una ciudad muy bonita, muy bonita; donde cada uno vivía en su casita.
Había palacios, jardines y edificios señoriales para acoger a los turistas de
todos los lugares; y había mucha policía de varios colores, que iban y venían en níveos coches, con sirenas y
luces azules; y tenían, además, un simpático helicóptero para las
manifestaciones.
En Donostilandia todo el mundo trabajaba, porque eran
cocineros. El alcalde sonreía y sonreía, y como sobraba mucho dinero, y estaban
muy contentos, decidieron organizar un montón de eventos.
En
el año dieciséis del segundo milenio —después de La vida de Brien—, esto
fue lo que pasó:
Hubo olas de energía
que llegaron de la mar
y llenaron la bahía
desde el Peine al Bulevar
arribaron a millares
vino el rey vino Leticia
ay que gusto que delicia
Y todo fue muy bonito
en la capitalidad
mucha gente mucho grito
por toda la ciudad
por toda la ciudad
El alcalde muy contento
bajó a las obras del Metro
y arrojó sobre el invento
un buen chorro de cemento
Hubo muchas recepciones
el obispo hizo gestiones
y soltaron a los presos
de todas las prisiones
También hubo marcha verde
a esa España que se pierde
huyeron como demonios
llevándose los tricornios
Con tantas invitaciones
se gastaron cien millones
para todos los gorrones
comidas y habitaciones
Diez mil palomas soltaron
por aquello de la paz
y cagaron y cagaron
por toda la ciudad
por toda la ciudad
—Tan blanca la dejaron
que algunos creyeron
que había llegado la Navidad—
Y aquí acaba este cuentecillo de Donostilandia
donde algunos fueron muy
felices
y otros terminaron
hasta las narices.